El portavoz
de la Santa Sede, a principios del pasado mes de abril, hizo pública la impactante
noticia sobre el cruel asesinato a sangre fría del sacerdote jesuita holandés,
Frans Van der Lugt, en la ciudad de Homs (Siria). Le ofrecieron abandonar la
ciudad a causa del hambre y de los frecuentes bombardeos militares en razón de
la situación de guerra civil en la que continua este país desde hace tres años,
pero decidió permanecer junto al pueblo sirio, a quien le dedicó su vida y sus
atenciones espirituales desde 1966, a pesar de la delicada situación bélica que
finalmente le condujo al martirio, ofreciéndonos testimonio de
amor cristiano, a saber, aquel que da su vida hasta el final.
El Papa
Francisco ‒aludiendo a este hecho‒ exhortó: “Ruego que se
silencien las armas, que se ponga fin a la violencia. No más guerra, no más
destrucción. (…).
Su brutal asesinato me ha llenado de profundo dolor y he vuelto a recordar
a toda la gente que sufre y muere en ese atormentado país, presa de un
conflicto sangriento (…) que sigue cosechando muerte y destrucción”. E
invitando a orar por la paz concluyó: “Hay que respetar los derechos humanos,
atender a la población que necesita ayuda humanitaria y llegar a la deseada paz
a través del diálogo y la reconciliación”. El eco de estas palabras del Santo
Padre al resonar en nuestros corazones provoca que nuestro entendimiento se
cuestione sobre la sinrazón de la guerra. ¿Tiene algún sentido? ¿Puede existir
alguna guerra justa? ¿Resultaría lícita? ¿En qué condiciones? ¿Los gobernantes
están legitimados para declararla aunque se atentara contra la dignidad humana?
¿No somos capaces de encontrar otro recurso que la evite?
Las consideraciones sobre el binomio guerra-justicia podrían remontarse al
comienzo de la humanidad. Sin embargo, una reflexión seria sobre la “guerra
justa” como concepto comenzó a desarrollarse sistemáticamente por algunos
filósofos de la emblemática Escuela de Salamanca durante los siglos XVI y XVII,
quienes bebieron generosamente de la sabiduría del pensamiento católico
medieval representada en síntesis por Tomás de Aquino. Así, Francisco de
Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Molina, Diego de Covarrubias y Francisco
Suárez aportaron enseñanzas fundamentales que conforman la vigente versión
secular del ius bellum, como una
parte importante de nuestro Derecho Internacional aplicado en las directivas de
Naciones Unidas a las que teóricamente están sometidas todos los países, y que
regulan la legalidad del recurso a la guerra de acuerdo con los criterios: causa justa, autoridad legítima,
recta intención, razonable esperanza de éxito, proporcionalidad y último recurso. El Magisterio pontificio también ha tratado el drama de la
guerra ‒fracaso de todo auténtico humanismo‒, y sostiene la paz como su única
solución, la cual representa la plenitud de la vida. La encíclica Pacem in Terris (1963) del pontífice san
Juan XXIII resulta paradigmática.
La
teoría sobre “la guerra justa” afirma, en síntesis, que la guerra es moralmente
rechazable como un medio legítimo para resolver conflictos ordinarios, sin
embargo puede tolerarse como último recurso para defenderse de una agresión
injusta (paralelo social del derecho individual a la legítima defensa). Una
guerra justa requiere previamente que su causa también lo sea, y sólo lo es
cuando se erige en respuesta de una guerra ofensiva (paralelo social de la
legítima defensa personal). La autoridad legítima en una guerra defensiva ha de
velar por los bienes que le son propios a la humanidad (verdad, justicia, libertad)
y evitar que la población civil se vea afectada por sus nefastas consecuencias,
preservando, así, el bien de la paz.
En Santander y mayo de 2014.
Publicado en Boletín de la ACdP 1.774 Año XC (mayo 2014).
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